Sin duda influenciada por los tópicos y escenas que componen el imaginario colectivo, siempre he imaginado el Caribe como lo más parecido al paraíso. Un reducto tropical con playas de aguas cálidas de color turquesa, arena blanca, palmeras y puestas de sol de película. Sugerentes imágenes que acuden a mi mente como un talismán cuando estoy estresada o las altas temperaturas me transportan a escenarios marítimos mientras tarareo “Hawai Bombay”.
Un destino idílico en el que el tiempo trascurre más despacio, concebido para desconectar del mundanal ruido que destila relax y bienestar, hedonista por antonomasia. Hamacas, mojitos, música latina, atardeceres rosas y anaranjados, cielos estrellados que harían las delicias de cualquiera.
Inevitablemente, también me hace recordar las maravillosas novelas de García Márquez. Ese Caribe exhuberante que no es un personajes más, sino el protagonista indiscutible. El Macondo construido por los Buendía en mitad de la selva, la Cartagena de Indias colonial que fue testigo de los amores febriles de Florentino Ariza o de las desgracias de la pobre Sierva María de Todos los Ángeles, recluida en un convento tras ser mordida por un perro rabioso. Siento el calor pegajoso, húmedo, el olor a fruta madura caída del árbol. Visualizo el entorno natural, los fuertes defensivos virreinales, los mercados indígenas.
También asocio el universo caribeño a la llegada de Colón al continente americano. Esa naturaleza virgen habitada por tribus aborígenes, el inicio de una hazaña que cambió los esquemas del mundo conocido.
Para los que amamos la playa, los atardeceres (ahora resulta que esa fascinación tiene nombre: opacarofilia. Pues sí, me declaro opacarofílica perdida), los espacios naturales y la tranquilidad, el Caribe representa un cóctel irresistible. El año que viví en México no pisé Cancún ni la Riviera Maya (no por falta de ganas, sino porque prioricé el centro colonial y el sur indígena). Por tanto, tenía idealizadas sus aguas cristalinas, los arrecifes de coral en tecnicolor. La quintaesencia de la “Vida Malibú”, un estado vital del que la prisa y el agobio que “te roban años de vida” no forman parte.
Hasta que el verano pasado llegó el ansiado momento. Mis viajes siempre han sido itinerantes, culturales. Jamás había experimentado la sensación de estar en un resort “todo incluido”, el turismo de sol y playa elevado a la enésima potencia. Enfocado a descansar, comer rico, beber cócteles, tomar el sol... Pura vida, auténtica “gosadera”.
Cuando los astros se alinearon para pasar una semanita a Punta Cana (República Dominicana) con mi media naranja no les di la oportunidad de arrepentirse. Escogimos un hotelazo solo para adultos de los que te colocan la pulserita, el talismán de la felicidad. Con acceso directo a ese mar cristalino que parecía un anuncio de Ron Bacardí. Una piscina con un bar como el de la película “Cocktail” en su interior, solo que sin Tom Cruise. Un excelente buffett, varios restaurantes temáticos y jacuzzi en la habitación. Casitas de colores junto a un césped lleno de palmeras y esculturas de estilo prehispánico. Y la recepción más bonita que he visto en mi vida, con techo de cañizo.
El alto índice de humedad nos obligaba a estar en remojo todo el día. Fundamentalmente en la piscina, escuchando bachata y bebiendo piña colada o coco loco como si fuera agua... Si aquello hubiera durado más de una semana habríamos salido alcoholizados y rodando...
El mar estaba a unos 28 grados, nunca lo había sentido tan cálido. Disponíamos de tumbonas, sombrillas y toallas del hotel. Además, de un kiosko de madera en el que nos servían bebidas a discreción. Barbacoas en la playa, concursos y actuaciones nocturnos, acceso a otros hoteles de la misma cadena. Aunque nuestro plan favorito después de cenar era ir a un chiringuito junto a la playa donde Félix, el mejor barman que he conocido, preparaba unos cócteles insuperables.
Dimos un paseo en lancha, buceamos e hicimos una excursión a la Isla Catalina, una belleza. Aunque el impacto turístico y el cambio climático (a pesar de lo que digan los negacionistas) han hecho estragos en los fondos marinos, fue una experiencia maravillosa. Un tipo de vida que no es sostenible. Aunque como ya se sabe, el poco veneno no mata. No era el Caribe de García Márquez, pero sin duda un paraíso terrenal en el que disfruté de una de las semanas más inolvidables de mi vida.

