lunes, 1 de diciembre de 2025

Tempus fugit

 

Aunque en aspectos culturales fuera el Siglo de Oro, durante el siglo XVII España experimentó una profunda crisis. Sufrió epidemias, hambrunas y una decadencia generalizada. Pero como de toda adversidad se puede extraer un aprendizaje, los españoles de entonces aprendieron a valorar más la vida.

El concepto de Tempus fugit (el tiempo se escapa) que promulgaba el poeta Virgilio cobró vigencia. Advertía sobre la fugacidad de la vida con el mensaje “aprovecha el presente, porque el futuro es incierto”.

Por eso en la antigüedad clásica se representaba con una figura alada, el Chronos griego o el Saturno romano. En la iconografía medieval, con la muerte portando la guadaña, una analogía acorde con la peste que asoló Europa. Y posteriormente, con un reloj de arena con alas.

Las alegorías barrocas recordaban la naturaleza efímera del tiempo. Los géneros pictóricos “Memento Mori” (recuerda que morirás) y “Vanitas” expresaban lo inexorable de la muerte y la futilidad de los bienes terrenales. Como muestran “In ictu oculi” (en un abrir y cerrar de ojos) de Valdés Leal o “El sueño del caballero” de Pereda.

Aunque ahora las circunstancias sean distintas, son verdades universales. A medida que vas cumpliendo años, el tiempo pasa más rápido. Es tan perverso que se acelera cuando gozas y se ralentiza cuando sufres. Aprendes que es relativo y finito, que día que se va no vuelve. Entonces procuras hacer buen uso de él, que los momentos dulces compensen los amargos. Disfrutar del presente sin que el pasado sea un lastre ni el futuro una espada de Damocles.

Las expectativas van cambiando. Dejas de idealizar lo que puedes conseguir, consciente de que pocas posesiones superan el placer del tiempo libre.

Como escribió Manuel Vicent, “el tiempo sólo son las cosas que te pasan”. Durante la juventud parecía parecía trascurrir más lento porque cada día estaba lleno de sensaciones nuevas. “La monotonía hace que los días resbalen sobre la vida a una velocidad increíble sin dejar huella”. La única fórmula para contrarrestarla son los cambios, sueños, deseos... que tiñen los días de colores bonitos. Lo excepcional, lo que escapa del yugo de la rutina, es lo te hace sentir vivo. Somos prisioneros del tiempo, como decía Fernando Fernán Gómez en la película “El abuelo”.

Ojalá la regla de los tres ochos (ocho horas de trabajo, ocho de sueño y ocho de descanso) no fuera una utopía. Me indigna la gente que no valora su tiempo, y aún más la que no valora el mío. Es un bien escaso, si te descuidas se escurre como agua entre los dedos.   

Reconforta entregarte sin remordimiento al dolce far niente de vez en cuando. No creo que sea perder el tiempo, sino paladearlo. Es lícito y necesario reiniciarse. Pero aburrirse no forma parte de mi vocabulario, pues me faltan horas del día para hacer todo lo que me gustaría y no permito que me las roben sin ofrecer a cambio algo que valga la pena.

Como antídoto contra las obligaciones de las que somos rehenes, intento ser selectiva e invertir la cuota de tiempo que me pertenece en lo que me hace feliz. En ocasiones se revaloriza, convirtiéndose en un balón de oxígeno que te permite desconectar de lo que te desgasta para refugiarte en ese lugar cálido en el que recuperas la sonrisa. Espero que cuando arranque la última hoja del cuaderno pueda decir que llené sus páginas con alegrías, ilusiones y momentos memorables.

Tempus fugit

  Aunque en aspectos culturales fuera el Siglo de Oro, durante el siglo XVII España experimentó una profunda crisis. Sufrió epidemias, hambr...