No siempre cualquier tiempo pasado fue mejor, pero reconozco que tengo idealizadas mis Navidades de infancia. Para mí fueron las más felices y auténticas. Cada año las evoco con una mirada nostálgica en un intento de revivirlas y dotarlas de sentido. Apenas había ausencias de las que se acumulan con el paso de los años. La experiencia te revela que era precisamente ahí donde radicaba su verdadera magia.
El haber tenido una niñez bonita contribuye a romantizar mis recuerdos. En cualquier caso, tengo claro que el secreto de una Navidad entrañable es una familia unida. Sin renegar de los excesos paganos, supongo que cualquiera prefiere presencias a banquetes o regalos.
Rememoro la felicidad y la gratitud de la humilde familia de Bob Chatchit en “Canción de Navidad”, en la que la brillante pluma de Dickens (inspirado por Washington Irving) popularizó las tradiciones victorianas que exaltaban valores altruistas y el ánimo de celebración. Empiezo por preguntarme qué cosa es, de todo cuanto había en el árbol de Navidad de nuestras Navidades infantiles, aquella de que mejor nos acordamos, y que nos sirvió para encaramarnos a la vida real, escribió en uno de sus cuentos navideños.
O esas “Mujercitas”, asumiendo estoicamente las penurias inherentes a los tiempos de guerra, donando su desayuno navideño a una familia de inmigrantes. Historias en las que la bondad y los vínculos familiares se imponen al consumismo y los ágapes pantagruélicos. Como en la atemporal fábula “Qué bello es vivir”, en la que la vida (o el cielo) premia a las buenas personas.
También sátiras castizas que remueven conciencias como “Plácido” de Berlanga, tocándote la fibra con la falsa caridad de la iniciativa “Siente a un pobre a su mesa”.
Mis Navidades estaban marcadas por las vacaciones escolares. En un colegio de monjas, el Adviento constituía toda una liturgia. Montando el Belén, ensayando villancicos para la función navideña y donando alimentos no perecederos en la llamada “operación kilo”.
Las calles irradiaban Navidad. Menos iluminadas y decoradas que ahora, pero repletas de elementos festivos. Vendían abetos en la Plaza de Mariana Pineda, zambombas y panderetas bajo los soportales de la Calle Ganivet, e incluso pavos vivos en la Plaza de la Trinidad.
El día 1 de Diciembre, San Eloy, celebrábamos el santo de mi abuelo y mi abuela nos deleitaba con los primeros mantecados de la temporada. Escribía la carta a los Reyes Magos semanas antes. Siendo honesta y comedida, porque había muchos niños en el mundo y la avaricia rompe el saco. Papá Noel no existía en el imaginario colectivo ni formaba parte de nuestra Navidad. Únicamente recibíamos regalos el día de Reyes, ajenos al tsunami de compras compulsivas que nos arrastra desde hace décadas.
El pistoletazo de salida era la llegada de mis primos de Madrid, para nosotros lo mejor de la Navidad. Tras la cena de Nochebuena íbamos a la Misa del Gallo sin rechistar, pues salir a esas horas constituía una licencia excepcional. Después cantábamos villancicos y comíamos turrón hasta que nos vencía el sueño.
Aunque suene a tópico, compartir esos momentos con tus seres queridos es lo que los hace especiales. Y constato cada año que las mujeres siguen siendo el alma de las reuniones y preparativos. Las reinas magas que decoran, compran, cocinan... haciendo posible el milagro navideño.
No diré que la Navidad ha perdido su esencia, porque cada cual la vive a su manera. Pero pienso en la que vivieron mis padres y mis abuelos de niños, más austeras y acordes con la tradición cristiana que las origina. Entorno a la chimenea o el brasero, en la intimidad del hogar. Con zambombas y botellas de anís, alegría e ilusión a raudales. Y me gustaría rescatar esa cita de Manuel Alcántara: Corrían muy malos tiempos, pero vistos a distancia quizás fueran los más nuestros.

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