lunes, 28 de abril de 2025

Primavera en Sevilla

Cuando pienso en Sevilla, la recuerdo en primavera. Será porque casi siempre he ido en esa estación del año. Es cuando florece, ofreciendo todo su esplendor. Cualquiera que se haya aventurado a visitarla en los meses estivales sabe que la canícula es lo más parecido a los Círculos del Infierno de Dante. Una vez tuve esa desafortunada idea y aprendí la lección.

El otro día Arturo Pérez-Reverte me trajo a la memoria esa hermosa cita de Antonio Burgos:

- ¿No hueles los jazmines?

- ¿Cuáles, si no hay jazmines?

- Los que estaban aquí antiguamente.

E inevitablemente sus “Habaneras de Sevilla”, que Carlos Cano cantó como nadie. La historia de Sevilla es dilatada como pocas. Siento debilidad por su Edad de Oro, cuando fue capital del comercio indiano y del mundo occidental. Por eso el triste relato de “la novia del embarcado que nunca la siesta dormía, sola en los corredores”, esperando  el regreso de su amor que “a Cuba se fue” me hace revivir esa época.


Sevilla es un patio andaluz cubierto de azulejos, repleto de flores, amenizado por el murmullo del agua de una una fuente. Callejuelas encaladas con olor a azahar, patios de naranjos. El Barrio de Santa Cruz, antigua judería, en el que el tiempo parece detenido. Su Hostería del Laurel, donde se alojó Zorrilla mientras escribía “Don Juan Tenorio”.

Es una ciudad coqueta y receptiva, cuna de artistas  como Velázquez. Con tabernas centenarias como “Bodegas Góngora” o “El Rinconcillo” (1670). Sin olvidar “El Garlochí”, una capilla barroca en la que la bebida estrella es la “Sangre de Cristo”. Ni el delicioso vino de naranja que sirven en las inmediaciones de la catedral. “Construyamos una catedral que el mundo nos tenga por locos”, proclamaron con chulería hispalense.

El carácter fiestero y exhibicionista de los sevillanos, hedonista incluso, tiene algo que ver con su fervor durante la Semana Santa. Del que pasan en un suspiro a la espléndida Feria de Abril, en la que lucen sus mejores galas y el rebujito corre como si no hubiera un mañana.

Imposible olvidar la “Librería Beta”, situada en el antiguo Teatro Álvarez Quintero. Lugares míticos como el Palacio de Dueñas, los Reales Alcázares, la Plaza de España o el florido Parque de María Luisa. La Calle Sierpes, en la que es un pecado no visitar la Confitería La Campana.

Espacios que frecuenté como el Archivo de Indias (antigua lonja de mercaderes), el Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico y la Escuela de Estudios Hispanoamericanos. La ficticia Iglesia de Nuestra Señora de las Lágrimas, “que mata para defenderse” y me parece tan real como Macondo.

Una ciudad tan fascinante que no me pude resistir a ambientar en ella parte de mi novela “La luz de sus ojos”.

Y cuando vuelva a Sevilla en primavera, volveré a mis veinte años, recorriendo sus callejas… Y volveré, al olor de los naranjos, a vivir un Jueves Santo y una mañana de feria… Me embriagaré, de jazmines y azahares, y de tinto de Morales, manzanilla sanluqueña… 

miércoles, 23 de abril de 2025

La buena costumbre

Estaba yo rumiando una frase que leí recientemente que venía a decir algo así como “no infravalores los pequeños cambios, son el inicio de los grandes cambios”. Y la encuentro revestida de verdad. No como una sentencia dogmática, sino como una de esas reflexiones que destilan sensatez y todos hemos podido constatar en algún momento.

Resulta estimulante trazarse metas ambiciosas, aún a riesgo de no cumplir las expectativas con su consiguiente decepción. Pero el mero hecho de intentarlo ya es más que quedarse de brazos cruzados. Si quieres que algo cambie, no puedes seguir haciendo lo mismo.

Tópicos tan repletos de sabiduría como los dichos de Oscar Wilde. Sin duda hay que enmarcarlos en su contexto, entender ese toque de exageración y excentricidad que constituye su seña de identidad. Tan única que hasta se le permite la arrogancia de afirmar que lo mejor que tenía Inglaterra era el té, el whisky y él mismo. Con el matiz de que el té procedía de China, el whisky de Escocia y él de Irlanda.

No nos engañemos, los cambios demandan una fuerza de voluntad que no se prodiga. Es más fácil atrincherarse en la zona de confort, a nadie le gusta verse expuesto a la angustia o la incertidumbre. Se está demasiado bien controlando las coordenadas, nadando en aguas tranquilas.

Pero cuando tomas decisiones que prometen beneficios aunque sea a largo plazo, adviertes que merecen la pena. Te ayudan a crecer como ser humano, te reportan una satisfacción proporcional al esfuerzo que implican.

No solo me refiero a ser productivo y llevar una vida sana, sino más bien a una cuestión de actitud. A agradecer en lugar de quejarte, a aceptar planes que te dan pereza pero que sabes que te generarán bienestar. A los detalles en los que muestras humanidad y consigues, aunque sea durante un segundo, hacer feliz a alguien que te importa.

Yo soy la primera que a menudo elijo la opción fácil, que rechazo todo lo que me produce desasosiego y trastorno. Sin embargo he constatado que actitudes aparentemente insignificantes son granitos de arena que con la conveniente constancia  forman montañas. Y llega un punto en el que lo que se te antojaba escarpado se va transformando en una plácida llanura.

Creo en las carreras de fondo, en el poder de los pequeños gestos. De hecho me confieso adicta a ciertas rutinas que lejos de esclavizarme, me liberan. Pues más que las grandes hazañas, son los hábitos cotidianos son los que definen tu trayectoria. 





lunes, 14 de abril de 2025

Aquella Semana Santa


Las circunstancias que los envuelven propician que determinados acontecimientos queden impresos en nuestra caprichosa memoria.

Me declaro adicta los efluvios de flores e incienso que desprenden las calles granadinas durante la semana más fervorosa del año, a ese “cantar del pueblo andaluz que todas las primaveras anda poniendo escaleras para subir a la cruz”. Pero cuando el dios de la lluvia tiene a bien concedernos una tregua, suelo aprovechar mis cuatro días libres para pasarlos junto al mar que me alegra el alma.

Aquel año sin embargo todo fue diferente. Estaba recién aterrizada en México lindo con el ilusionante cometido de elaborar un catálogo de pintura colonial. Aún estaba integrándome en mi centro de trabajo, cuando me encontré con dos semanas de vacaciones.

Una querida amiga con la que solo había mantenido contacto escrito a través de un blog literario tuvo el detallazo de invitarme a pasar varios días en su casa, en la “Ciudad de las Rosas” (Guadalajara). Me acogió con una calidez que siempre agradeceré. Incluyendo comité de bienvenida, flores y una comida típica amenizada por mariachis. Pasé unos días inolvidables en los que ella y su familia se volcaron conmigo, demostrándome que la proverbial hospitalidad mexicana no es un mito.

La semana siguiente me aventuré a conocer Morelia, capital del estado de Michoacán en el que llevaría a cabo mi estancia posdoctoral. Disfruté de sus patios coloniales, de su imponente catedral, iglesias, conventos, museos... Con una cámara de fotos y un cuaderno en el que anotaba mis impresiones. Con más espíritu de viajera que de turista. Echando en falta algo de compañía en determinados momentos, pero sintiéndome como en casa a pesar de los más de 9.000 kilómetros que me separaban de mi país. No sólo por las raíces culturales comunes, sino por una amabilidad que no se prodiga en la vieja Europa.

También tuve ocasión de visitar el lago de Camécuaro, un paradisiaco ecosistema a pocos kilómetros del que sería mi lugar de residencia.


Por eso, muchas Semanas Santas se mezclan en mi memoria o cayeron en el olvido. Sin embargo esa (junto con otra que dejó una huella indeleble por motivos diametralmente opuestos) la recordaré siempre, con el corazón sonriente.

P.d. Descansa en paz, Mario Vargas Llosa. Nos queda tu legado inmortal.

miércoles, 9 de abril de 2025

Iniciando caminos

En ocasiones las formas que tiene la vida de enseñarte son paradójicas. Y a menudo no aprendes hasta que has adquirido la madurez necesaria para hacerlo. Como se suele decir, no valoras las cosas hasta que las pierdes. O al menos, hasta que no las tienes tan accesibles. Suena a tópico, pero es tan real como que el sol sale cada mañana. Cuando lo experimentas en carne propia te abre los ojos con una inusitada lucidez. Por un lado te produce tristeza no haber aprovechado mejor las oportunidades que tenías a tu alcance, mientras que por otra constituye un regalo, pues te ayuda a apreciarlas como no lo habías hecho hasta entonces. 

Tal y como asevera una frase que leí hace tiempo y se me quedó grabada, lo importante no es dónde estás, sino la dirección en la que te mueves. Al menos, sirve de consuelo y alimenta la esperanza. Todos los pasos que te conducen a ese destino son valiosos y providenciales. Ya lo dijo Machado, se hace camino al andar. Un camino que te acerca a tu objetivo, que merece ser disfrutado en cada tramo.

Hace bastantes años que no escribo en un blog, y hoy emprendo esta nueva andadura. Movida por el deseo de expresarme, de encontrar una vía más para verbalizar mis pensamientos, lanzándolos como un globo sonda a través del ciberespacio. Compartiéndolos como tantas veces he hecho, aunque el mero hecho de escribirlos ya los dota de sentido. Los captura de algún modo, los retiene y "salva del olvido". El olvido que seremos, como sabiamente acuñó el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince. 

Es todo por el momento, pero preveo que esta terapia engancha como un buen libro o una película interesante, como cualquier historia digna de ser contada. Porque eso es lo que aspiro a ser, una contadora de historias. 

Montañas y bosques

En  otros tiempos solía hacer un viaje familiar al norte de España para apreciar el colorido del paisaje otoñal, más tardío y escaso en Anda...