Cuando pienso en Sevilla, la recuerdo en primavera. Será porque casi siempre he ido en esa estación del año. Es cuando florece, ofreciendo todo su esplendor. Cualquiera que se haya aventurado a visitarla en los meses estivales sabe que la canícula es lo más parecido a los Círculos del Infierno de Dante. Una vez tuve esa desafortunada idea y aprendí la lección.
El otro día Arturo Pérez-Reverte me trajo a la memoria esa hermosa cita de Antonio Burgos:
- ¿No hueles los jazmines?
- ¿Cuáles, si no hay jazmines?
- Los que estaban aquí antiguamente.
E inevitablemente sus “Habaneras de Sevilla”, que Carlos Cano cantó como nadie. La historia de Sevilla es dilatada como pocas. Siento debilidad por su Edad de Oro, cuando fue capital del comercio indiano y del mundo occidental. Por eso el triste relato de “la novia del embarcado que nunca la siesta dormía, sola en los corredores”, esperando el regreso de su amor que “a Cuba se fue” me hace revivir esa época.
Es una ciudad coqueta y receptiva, cuna de artistas como Velázquez. Con tabernas centenarias como “Bodegas Góngora” o “El Rinconcillo” (1670). Sin olvidar “El Garlochí”, una capilla barroca en la que la bebida estrella es la “Sangre de Cristo”. Ni el delicioso vino de naranja que sirven en las inmediaciones de la catedral. “Construyamos una catedral que el mundo nos tenga por locos”, proclamaron con chulería hispalense.
El carácter fiestero y exhibicionista de los sevillanos, hedonista incluso, tiene algo que ver con su fervor durante la Semana Santa. Del que pasan en un suspiro a la espléndida Feria de Abril, en la que lucen sus mejores galas y el rebujito corre como si no hubiera un mañana.
Imposible olvidar la “Librería Beta”, situada en el antiguo Teatro Álvarez Quintero. Lugares míticos como el Palacio de Dueñas, los Reales Alcázares, la Plaza de España o el florido Parque de María Luisa. La Calle Sierpes, en la que es un pecado no visitar la Confitería La Campana.
Espacios que frecuenté como el Archivo de Indias (antigua lonja de mercaderes), el Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico y la Escuela de Estudios Hispanoamericanos. La ficticia Iglesia de Nuestra Señora de las Lágrimas, “que mata para defenderse” y me parece tan real como Macondo.
Una ciudad tan fascinante que no me pude resistir a ambientar en ella parte de mi novela “La luz de sus ojos”.
Y cuando vuelva a Sevilla en primavera, volveré a mis veinte años, recorriendo sus callejas… Y volveré, al olor de los naranjos, a vivir un Jueves Santo y una mañana de feria… Me embriagaré, de jazmines y azahares, y de tinto de Morales, manzanilla sanluqueña…

