Cuando echas la vista atrás reparas en la cantidad de veces en las que tocaste el cielo con los dedos y no fuiste consciente. La vida juega malas pasadas que te arrebatan la venda de los ojos, demostrándote que lo que dabas por sentado puede tambalearse en cualquier momento.
No creo que la felicidad esté sobrevalorada, sino que a veces nuestras expectativas son poco realistas y se ven defraudadas. Pero peor sería vivir sin ilusiones por temor a la decepción.
Es uno de esos conceptos etéreos que el tiempo te revela más tangible de lo que creías a pesar de su componente efímero. Sería absurdo pretender ser constantemente feliz. Para apreciar la luz hay que conocer la oscuridad.
Vas aprendiendo que más que ser un objetivo abstracto, hay que trabajársela cada día. Que no depende tanto de la suerte o las circunstancias como de tu actitud, aunque no siempre consigas que sea la adecuada. La experiencia te enseña que lo más importante no es lo que te sucede, sino cómo reaccionas ante ello. La certeza de su subjetividad resulta reconfortante aunque sea un arma de doble filo, pues la responsabilidad recae básicamente sobre ti. Depositarla en manos ajenas es demasiado arriesgado. Otra cosa es compartirla, pero para eso hay que tenerla. Y confiar hasta en la bondad de los desconocidos, como Blanche Dubois de “Un tranvía llamado deseo”.
En opinión del psiquiatra Enrique Rojas, a partir de cierta edad la felicidad es salud y paz mental. Afortunadamente no me falta lo primero, aunque va cobrando una importancia que antes no tenía. Con los años priorizas ese equilibrio emocional y sabes perfectamente lo que te lo proporciona y lo que te lo arrebata. Esa me parece una de las grandes conquistas de la madurez.
Dicen que el diablo está en los detalles. Juraría que la felicidad también. Para mí tiene mucho que ver con la libertad, con ser dueña de tu tiempo. La juventud será un divino tesoro, pero el tiempo también lo es. Un mal día se puede enderezar si te procuras la tranquilidad que requiere tu espíritu. Esos ratitos en los que disfrutas de la placidez doméstica y los que compartes con los afectos correspondidos, los lugares metafóricos o físicos en los que te sientes en casa, se convierten en mecanismos de supervivencia. Placeres asequibles, analgésicos para el alma.

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