En general prefiero el buen tiempo, pues los días grises me roban energía. No podría vivir en un país de esos en los que llueve un día sí y otro también. Sin embargo, en pequeñas dosis y en determinados escenarios, le encuentro su encanto a la lluvia.
Cuando era una niña me hacía feliz que amaneciera lloviendo para calzarme mis botas de agua, la única excepción que las monjas permitían con respecto al uniforme.
Más adelante los días lluviosos me trasmitían una incómoda melancolía. Pero en los últimos años mi relación con la lluvia ha cambiado. Supongo que tiene que ver con la circunstancia de que donde vivo es cada vez más excepcional.
Si no tengo obligación de salir de casa, disfruto mucho que llueva. Adoro el ruido de las gotas impactando contra los cristales. Ver una película por la noche cubierta con la mantita mientras llueve es una gozada. Y si estoy en la cama, mucho más. Me resulta tan sedante que tengo un pequeño artefacto electrónico que emite sonidos naturales y es un eficaz somnífero. Junto con las olas del mar, el de la lluvia es mi favorito.
Leer o escribir cuando fuera está cayendo el diluvio universal me parece una delicia. La lluvia fertiliza mi mente, es el aliado más inspirador para actividades intelectuales.
Rememoro aquello de “Que llueva, que llueva, la Virgen de la cueva...”. El cuento de Gabo “Isabel viendo llover en Macondo”: “En la intensidad uniforme y apacible se oía caer el agua como cuando se viaja toda la tarde en tren. Pero sin que lo advirtiéramos, la lluvia estaba penetrando demasiado hondo en nuestros sentidos”. O “El año del diluvio” de Eduardo Mendoza (merecido premio Princesa de Asturias), y su adaptación cinematográfica protagonizada por Darío Grandinetti y Fanny Ardant. También “Día de lluvia en Nueva York”, aunque no la catalogo entre las mejores películas de Woody Allen. Me quedo con “También la lluvia” de Icíar Bollaín y “El mismo amor, la misma lluvia”, de Juan José Campanella. Además de su espléndida serie “Vientos de agua”. ¿Qué mejor plan para un día lluvioso que una sesión casera de cine con palomitas? La lluvia nos ha regalado escenas inolvidables, como la búsqueda del gato en “Desayuno con diamantes” entre otras muchas.
En la Cornisa Cantábrica forma parte de su atractivo, al igual que en ambientes de montaña. El agua deslizándose por las ramas de los árboles, el olor a tierra mojada y esa frescura que se instala tras la lluvia, que parece que limpia el mundo, es un espectáculo sensorial. No he visto un verde tan verde como el de la campiña inglesa después de llover.
En lugares como Medina Sidonia (Cádiz) o Santiago de Compostela, un aguacero inesperado me empapó en cuestión de segundos cual monzón asiático. En algún pueblecito de la Alpujarra he visto sus cuestas convertidas en ríos. Recuerdo cómo en México el cielo se nublaba cada día a la misma hora en la temporada de lluvias y caía un chaparrón bíblico. Afortunadamente me pillaba trabajando o en mi apartamento.
El veneno está en la dosis, y ya sabemos que cuando llueve en exceso puede ser letal. Ahora las borrascas (y huracanes) se bautizan con nombre de mujer, como si las de mi género fuéramos la peste negra. La que ahora nos visita, “Claudia”, de momento es moderada. Sé que cuando tenga que salir sentiré envidia de los que se quedan en casita, pero en algún momento me tocará disfrutar de ese privilegio. Y un tropel de imágenes sugerentes acuden a mi mente.

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