En otros tiempos solía hacer un viaje familiar al norte de España para apreciar el colorido del paisaje otoñal, más tardío y escaso en Andalucía. Esas escapadillas promovidas por mi padre solían incluir lugares preciosos ubicados en los Pirineos, Cantabria, Asturias o Galicia. En los últimos años había dos destinos ineludibles rebosantes de encantos: Santiago de Compostela y Pereda de Ancares, una aldea en mitad de un valle del Bierzo leonés. La tradición incluía hospedarse en el Hotel Miradoiro de Belvís en la ciudad del Apóstol y el Hotel Rural Valle de Ancares en Pereda.

Imposible olvidar el Parador de Santo Estevo, un monasterio benedictino convertido en hotel en el corazón de la Ribeira Sacra. Las habitaciones, dispuestas en torno a uno de sus tres claustros, eran las antiguas celdas de los monjes. Un privilegio que con el tiempo valoré en su justa medida.
También recuerdo con cariño las visitas a Aldeire (el pueblo de mi tío) durante mi infancia y juventud. Se sitúa al pie de Sierra Nevada, junto a un bosque lleno de castaños. No había casa sin chimenea, porque es una zona gélida.
Más recientemente la llegada del otoño trae a veces un fin de semana en Capileira, el pueblo más bonito de Las Alpujarras. Con escala técnica en la Fábrica de chocolate “Abuela Ili” de Pampaneira y un vinillo del terreno en “La Moralea”, de donde es imposible salir sin alguno de sus productos típicos artesanales.
Para mí cualquiera de esos paraísos rurales son un lugar inspirador que invita a aprovechar la simbiosis entre la paz y el frío para recluirse a escribir o leer lo que otros han escrito junto a un crepitante fuego. Con una taza de té y (por pedir que no quede) el sonido de la lluvia, a lo Jane Austen.
Me viene a la mente un puente de “Todos los Santos” en el que me devoré “La casa de los espíritus”, quedando enganchada a las letras de Isabel Allende. Como a ella, me encanta encender velas para atraer a las musas además de crear un ambiente cálido.
Por eso cuando llega el otoño pienso en bosques de hojas secas con arroyos de aguas cristalinas, en montañas nevadas, pueblos de piedra y chimeneas en las que asar castañas. Y aunque hayan cambiado muchas circunstancias, sigo anhelando viajar a alguno de esos lugares mágicos en los que la estación de las hojas caídas es como un cuento de hadas.


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