viernes, 21 de noviembre de 2025

Éxito


Viendo la magnífica serie “Yakarta” reflexionaba yo sobre el éxito y el fracaso. Hasta qué punto las decisiones personales y las circunstancias afectan nuestra trayectoria. Y los peajes que se pagan consciente o inconscientemente. Todo ello aderezado por el factor suerte.

Siempre he detestado las etiquetas de “triunfador” y “perdedor”. Las considero simplistas, con un sustrato esencialmente económico. Conceptos heredados de culturas más competitivas que más que alentarnos a alcanzar metas, nos deslumbran como el becerro de oro a los israelitas.

Por supuesto que valoro la “cultura del esfuerzo”, aunque a veces la línea que la separa de la ambición es muy fina. El mundo en el que vivimos tiende a arrastrarnos a una insatisfacción en la que siempre queremos más.

No comparto las pautas socialmente impuestas sobre la realización personal. Triunfar en la vida no debería medirse en términos materiales. El valor de una persona lo determinan más sus acciones que sus logros. Y si el éxito no va de la mano de la felicidad, de poco sirve.

El triunfo me parece tan polifacético como subjetivo. Mientras que para unos puede ser haber creado una familia, para otros es dedicarse a lo que les apasiona (y no son incompatibles). O gozar de tiempo libre, un bien escaso que condiciona la calidad de vida. O no renunciar a sus sueños (que no tienen por qué ser los de la mayoría)... Además, se puede tener una faceta profesional brillante pero una personal deficiente y viceversa.

Definir el éxito es limitarlo. Como decía Einstein, no se puede juzgar a un pez por su habilidad para subir a un árbol. Todos tenemos aptitudes e ineptitudes. La satisfacción personal se puede alcanzar por múltiples caminos.

Creo que es una obligación moral explotar los talentos que poseemos, pero sin sucumbir en el intento. No hay rosa sin espinas, un gran don conlleva una gran responsabilidad. No defiendo la mediocridad, sino el equilibrio entre obligaciones y aficiones. Una escala de valores basada en lo que a cada uno le compensa.


Lo ideal según los japoneses es encontrar el “Ikigai” : ese compendio perfecto entre lo que te apasiona, lo que se te da bien, lo que es útil y lo que te renta. Quizás algo utópico, pero sin duda tentador.

En cualquier caso puedes disfrutar de lo que haces, hallar la felicidad en las pequeñas cosas, no depender de la validación ajena, perseguir tus ilusiones sin aspiraciones quijotescas, priorizando siempre la paz mental. Diría que esa es la auténtica inteligencia emocional, y solo fracasa el que no lo intenta.

viernes, 14 de noviembre de 2025

Cuando el cielo se oscurece


En general prefiero el buen tiempo, pues los días grises me roban energía. No podría vivir en un país de esos en los que llueve un día sí y otro también. Sin embargo, en pequeñas dosis y en determinados escenarios, le encuentro su encanto a la lluvia.

Cuando era una niña me hacía feliz que amaneciera lloviendo para calzarme mis botas de agua, la única excepción que las monjas permitían con respecto al uniforme.

Más adelante los días lluviosos me trasmitían una incómoda melancolía. Pero en los últimos años mi relación con la lluvia ha cambiado. Supongo que tiene que ver con la circunstancia de que donde vivo es cada vez más excepcional.

Si no tengo obligación de salir de casa, disfruto mucho que llueva. Adoro el ruido de las gotas impactando contra los cristales. Ver una película por la noche cubierta con la mantita mientras llueve es una gozada. Y si estoy en la cama, mucho más. Me resulta tan sedante que tengo un pequeño artefacto electrónico que emite sonidos naturales y es un eficaz somnífero. Junto con las olas del mar, el de la lluvia es mi favorito.

Leer o escribir cuando fuera está cayendo el diluvio universal me parece una delicia. La lluvia fertiliza mi mente, es el aliado más inspirador para actividades intelectuales.

Rememoro aquello de “Que llueva, que llueva, la Virgen de la cueva...”. El cuento de Gabo “Isabel viendo llover en Macondo”: “En la intensidad uniforme y apacible se oía caer el agua como cuando se viaja toda la tarde en tren. Pero sin que lo advirtiéramos, la lluvia estaba penetrando demasiado hondo en nuestros sentidos”. O “El año del diluvio” de Eduardo Mendoza (merecido premio Princesa de Asturias), y su adaptación cinematográfica protagonizada por Darío Grandinetti y Fanny Ardant. También “Día de lluvia en Nueva York”, aunque no la catalogo entre las mejores películas de Woody Allen. Me quedo con “También la lluvia” de Icíar Bollaín y “El mismo amor, la misma lluvia”, de Juan José Campanella. Además de su espléndida serie “Vientos de agua”. ¿Qué mejor plan para un día lluvioso que una sesión casera de cine con palomitas? La lluvia nos ha regalado escenas inolvidables, como la búsqueda del gato en “Desayuno con diamantes” entre otras muchas.

En la Cornisa Cantábrica forma parte de su atractivo, al igual que en ambientes de montaña. El agua deslizándose por las ramas de los árboles, el olor a tierra mojada y esa frescura que se instala tras la lluvia, que parece que limpia el mundo, es un espectáculo sensorial. No he visto un verde tan verde como el de la campiña inglesa después de llover.

En lugares como Medina Sidonia (Cádiz) o Santiago de Compostela, un aguacero inesperado me empapó en cuestión de segundos cual monzón asiático. En algún pueblecito de la Alpujarra he visto sus cuestas convertidas en ríos. Recuerdo cómo en México el cielo se nublaba cada día a la misma hora en la temporada de lluvias y caía un chaparrón bíblico. Afortunadamente me pillaba trabajando o en mi apartamento.

El veneno está en la dosis, y ya sabemos que cuando llueve en exceso puede ser letal. Ahora las borrascas (y huracanes) se bautizan con nombre de mujer, como si las de mi género fuéramos la peste negra. La que ahora nos visita, “Claudia”, de momento es moderada. Sé que cuando tenga que salir sentiré envidia de los que se quedan en casita, pero en algún momento me tocará disfrutar de ese privilegio. Y un tropel de imágenes sugerentes acuden a mi mente.

jueves, 6 de noviembre de 2025

Remedios para el alma


Como decía Borges, leer es una forma de felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz. Es un placer que te atrapa cuando tienes la suerte de sucumbir a sus encantos, creándote una maravillosa adicción que hace tu vida más bonita. No pretendo convencer a nadie, ni de esto ni de nada... Cada cual que busque sus aficiones y las disfrute.

Cuando escuché en la película “Martín Hache” (genial Aristaráin) eso de que “el que no lee es un tarado” porque se pierde mundos maravillosos compartí su argumento aunque jamás lo expresaría de esa forma.

Recientemente una influencer suscitó una polémica mediática por decir que leer no te hace mejor persona. Evidentemente que no, pero sí te aporta infinidad de beneficios. Con esa desafortunada apología se metió ella solita en un jardín. Inmediatamente la tacharon de inculta, frívola y otras lindezas generalmente adjudicadas a quienes se ganan el pan con las redes sociales. No soy partidaria de linchar a nadie, pero creo que cuando estás en la palestra pública debes medir tus palabras.

Coincido con Pérez-Reverte cuando sostiene (como Pereira) que los libros te dan una mirada, una perspectiva sobre el mundo que te rodea. Que son un refugio, un mecanismo de supervivencia. Para mí lo han sido en muchas ocasiones. El faro de mis tormentas, parafraseando a Virginia Woolf. Una herramienta para soñar, un billete para viajar. Puertas y ventanas, amigos leales, balones de oxígeno, analgésicos para el dolor, antídotos contra el desconsuelo. Remedios para el alma, como los consideraban los antiguos egipcios. Infalibles compañeros cuando la vida no es de color de rosa. Un lugar confortable al que siempre puedes acudir.


Decir que te enseñan es una obviedad. Más allá de eso, algunos dejan huellas profundas, trasmutándose en talismanes. Son referencias inevitables en lugares remotos que crees conocer porque un día estuviste en ellos a través de las páginas de un libro. Hojas de ruta cuando viajas. Estando lejos siempre tuve a la mano una historia que me acompañó en un autobús, en un aeropuerto, en un bar al que acudí sola o en una casa que no era la mía.

El espacio físico se multiplica para albergarlos. No importa cuántos tengas, nunca te parecerán demasiados. Tu biblioteca es tu patrimonio. En cualquier librería te sientes como pez en el agua. Un día deseas releer los libros que leíste hace tiempo y lo haces con otra mirada, encontrando nuevos hallazgos. Tu Olimpo de autores queridos se consagra y amplía con el paso de los años. Anotas aquellos en los que anhelas sumergirte. Como quien tiene un tesoro oculto, te sientes afortunada sabiendo que ese portentoso recurso te acompañará de por vida.

Aquellas Navidades

  No siempre cualquier tiempo pasado fue mejor, pero reconozco que tengo idealizadas mis Navidades de infancia. Para mí fueron las más felic...